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sábado, 6 de noviembre de 2010

La mística de la espera y del silencio.


   
Con María y con José esperamos al Niño.

Cuando decimos que Adviento significa espera todos entendemos que estamos hablando de una espera activa. Una espera que nos pone en movimiento desde lo más profundo de nuestra existencia. El Esperado es quien dijo de sí mismo: “Yo soy… la Vida”.
Es así que nuestra vida se inquieta positivamente en la espera del que da sentido a nuestra existencia.
Las Sagradas Escrituras tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento nos presentan una lista interesante de modelos de espera. Ejemplos que nos sacuden y estimulan a despertarnos de un cristianismo soñoliento. Ellos lo esperaron, lo anunciaron  y se prepararon para el recibirlo.
Son tan variadas como riquísimas las actitudes que podemos contemplar en estos grandes modelos de esperanza pero vamos a limitarnos solamente a dos de ellos: Santa María y San José.
En María y José contemplamos la ternura de la espera. Ternura que está relacionada al don de la paternidad confiada a ellos por parte de Dios Padre.
La ternura de María y José se hizo contemplación del misterio en la noche de la Navidad.  Ambos estaban sensibilizados por la espera. Podemos imaginar los sentimientos que albergaban sus corazones en el camino hacia Belén. No habría en ellos otra preocupación ni interés que el hacerle espacio, buscarle un sitio. Ya ambos en la Anunciación dieron el sí de la aceptación a la voluntad divina. El ángel del Señor ya les había comunicado el deseo de Dios, su plan, su proyecto de amor para con los hombres. Ya ellos, María y José respondieron abrazando el querer de Dios. Pero han comenzado necesariamente a seguir todo un itinerario espiritual.
En la vida de los místicos no es nada extraño encontrarnos con lo que podríamos llamar una “geografía espiritual”. Es así que se nos presentan ante nuestros ojos realidades como el desierto, el monte, el abismo, la cueva, el río, el vergel.
María y José viven su itinerario de geografía espiritual que los condujo de Nazaret hasta la cueva de Belén. Pero el camino no se detuvo en la gruta, después los esperaba el desierto de Egipto con sus peligros y dificultades.
La cueva o gruta es símbolo de la interioridad. Interioridad vivida en el silencio de la noche santa. La cueva evoca de alguna manera el seno materno como ese tiempo donde la vida es más frágil y necesita ser rodeada y protegida. Allí en la cueva los dos contemplaron el misterio de Dios hecho Hombre. Del Todopoderoso necesitado del cuidado de las creaturas. Vivieron  una contemplación que los mancomunó casi en una misma mirada de amor. Es la humanidad  que en ellos representada queda extasiada ante el Verbo hecho carne. Dios-ternura.
El Adviento mira hacia la Navidad y ésta se entiende en relación a la Pascua. Jesús vino para salvarnos. El pesebre no se comprende sin la cruz, ni la cruz sin el sepulcro vacío. El Salvador viene. Qué la Virgen María y el casto José nos regalen su mirada. Nos enseñen el valor contemplativo de su silencio, para que la Palabra resuene fuerte sin más ruidos que el dulce sonido del  amor de Dios por nosotros.

           

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